No tenemos una crisis de futuro, tenemos una crisis de imaginación
Santiago de Compostela, 9 de septiembre de 2022
Viajamos hacia el futuro mientras el futuro viaja hacia nosotros, pero el futuro solo será lo que hagamos con él. Las decisiones que se tomaron en el pasado impactan decisivamente sobre nuestro presente, así que las decisiones que tomemos nosotros hoy sobre nuestro territorio tendrán la capacidad de expandir o contraer las perspectivas de aquellos que están por venir. Si queremos influir sobre un paisaje debemos aprender a fluir con él, analizando su pasado, interpretando su presente y cuestionando su futuro sin caer en el error de intentar predecirlo. Observando la realidad desde lo próximo, desde lo que se toca, para poder comprender lo común, lo que nos une. Solo así conseguiremos elaborar una estrategia que nos permita transformar las situaciones existentes en soluciones preferibles a través de un relato compartido que apunte hacia un desarrollo sostenible. Un relato que nos permita anticipar con audacia diferentes futuros alternativos que escapen tanto de la nostalgia como de la novolatría, porque perseguir acríticamente lo nuevo solo nos lleva a correr detrás del viento, pero añorar el pasado solo frena nuestra capacidad para innovar.
Precisamente en ese incómodo equilibrio es donde nos encontramos ahora. Por primera vez en la historia, la sociedad afronta el futuro desde un temor paralizante. Siendo genuinos, medibles y verificables los motivos para el pesimismo, la verdadera razón para el miedo parece estar en que los engranajes de la tecnología y el pensamiento están desacompasados. Hace un siglo, en medio de dos guerras mundiales que arrasaron Europa, el arte y el diseño lideraron —no sin lágrimas ni traspiés— el camino hacia la democracia y el cambio social, pero también hacia una nueva revolución tecnológica que impactó tanto a la industria como a la vida cotidiana, con notables ejemplos desde las vanguardias hasta la propia Bauhaus o el Movimiento Moderno. Cien años después reconocemos y disfrutamos los innegables avances en la ciencia de nuestro tiempo, a la vez que se produce un preocupante reverso paradójico: el sesgo de la conversación pública tiende al catastrofismo, como si la civilización hubiese alcanzado su cumbre y solo nos quedase por delante un irremediable descenso hacia el colapso. De hecho, el miedo al futuro es el relato que obtiene hoy el altavoz más potente, convirtiéndose en una profecía autocumplida. Un relato que nos insiste en que tengamos miedo al clima, a quedarnos sin recursos o a volver solos a casa. Miedo a todo aquello que no sea pasarnos el día con los ojos y los pulgares pegados a una pantalla, reforzando nuestro ensimismamiento y haciendo más profunda nuestra incapacitante sensación de fracaso, mientras ignoramos que quienes mercadean con nuestra atención y quienes impulsan esta narrativa irresponsable e inmoral juegan en el mismo equipo.
No tenemos una crisis de futuro, tenemos una crisis de imaginación. La sobreinformación, el agotamiento de la retromanía posmoderna, la sobreoferta de herramientas tecnológicas, la compartimentación del saber y el pánico decrecentista están matando la creatividad, generando un entorno de aversión al riesgo en el que reina la comodidad del cinismo. Por eso es urgente atender la silenciosa demanda de nuevos relatos, nuevas esperanzas y nuevos rumbos. Porque, una vez más, el futuro será lo que hagamos con él y nuestra generación tiene la responsabilidad de imaginarlo en positivo para aquellos que están por venir, trazando caminos y elaborando propuestas innovadoras para un futuro razonable, sostenible y sensible que surjan desde la cercanía y el diálogo entre las diferentes formas robustas de conocimiento, con el arte y el diseño de nuevo en un papel central. El mundo necesita a más idealistas sensatos, porque lo revolucionario hoy es el optimismo de lo posible.
We don’t have a future crisis, we have an imagination crisis
Santiago de Compostela, September 9th, 2022
We travel towards the future as the future travels towards us, but the future will only be what we decide to do with it. Decisions made in the past have a significant impact on our present, so the decisions we make today about our territory will have the capacity to expand or contract the perspectives of those who are yet to come. If we want to have an influence on a landscape, we must learn to flow with it, analyzing its past, interpreting its present and questioning its future without falling into the error of trying to predict it. Observing reality from what is close to us, from what we touch, in order to understand what we have in common, what bonds us together. Only in this way we will be able to develop a strategy that will allow us to transform existing situations into preferable solutions through a shared narrative that points towards sustainable development. A bold narrative that allows us to anticipate different alternative futures that escape both nostalgia and novolatry, because pursuing uncritically the new only leads us to run after the wind, but longing for the past only slows down our capacity to innovate.
It is precisely in this uncomfortable balance where we find ourselves now. For the first time in history, society is facing the future with a paralyzing fear. While the reasons for pessimism are genuine, measurable and demonstrable, the real reason for fear seems to be that the gears of technology and thought are out of sync. A century ago, in the midst of two world wars that devastated Europe, art and design —not without tears and setbacks— led the way to democracy and social change, but also to a new technological revolution that impacted both industry and everyday life, with notable examples from the Avant-Garde to the Bauhaus or the Modern Movement itself. One hundred years later we recognize and enjoy the undeniable advances in the science of our time, while at the same time there is a worrying paradoxical reverse: the bias of public conversation tends towards catastrophism, as if civilization had reached its peak and only an irremediable descent towards collapse lay ahead of us. In fact, the fear of the future is the narrative that gets the most powerful loudspeaker today, becoming a self-fulfilling prophecy. A narrative that insists that we must be afraid of the weather, of running out of resources or of going home alone. Fear of anything other than spending the day with our eyes and thumbs glued to a screen, reinforcing our self-absorption and deepening our crippling sense of failure, while ignoring that those who make business with our attention and those who drive this irresponsible and immoral narrative play on the same team.
We do not have a future crisis, we have an imagination crisis. The over-information, the exhaustion of postmodern retromania, the oversupply of technological tools, the compartmentalization of knowledge and the degrowth panic discourses are killing creativity, generating an environment of risk aversion in which the comfort of cynicism reigns. That is why it is urgent to meet the silent demand for new stories, new hopes and new directions. Because, once again, the future will be what we decide to do with it and our generation has the responsibility to imagine it in a positive way for those who are yet to come, tracing paths and elaborating innovative proposals for a reasonable, sustainable and sensitive future that arise from the proximity and dialogue between the different forms of robust knowledge, with art and design once again playing a central role. The world needs more sensible idealists, because what is revolutionary today is the optimism of the possible.
Non temos unha crise de futuro, temos unha crise de imaxinación
Santiago de Compostela, 9 de setembro de 2022
Viaxamos cara ao futuro mentres o futuro viaxa cara a nós, pero o futuro só será o que fagamos con el. As decisións que se tomaron no pasado impactan decisivamente sobre o noso presente, así que as decisións que tomemos nós hoxe sobre o noso territorio terán a capacidade de expandir ou contraer as perspectivas daqueles que aínda están por vir. Se queremos influír sobre unha paisaxe debemos aprender a fluír con ela, analizando o seu pasado, interpretando o seu presente e cuestionando o seu futuro sen caer no erro de tentar predicilo. Observando a realidade desde o próximo, desde o que se toca, para poder comprender o común, o que nos une. Só así conseguiremos elaborar unha estratexia que nos permita transformar as situacións existentes en solucións preferibles a través dun relato compartido que apunte cara a un desenvolvemento sostible. Un relato que nos permita anticipar con audacia diferentes futuros alternativos que escapen tanto da nostalxia como da novolatría, porque perseguir acríticamente o novo só nos leva a correr detrás do vento, pero estrañar o pasado só frea a nosa capacidade para innovar.
Precisamente nese incómodo equilibrio é onde nos atopamos agora. Por primeira vez na historia, a sociedade afronta o futuro desde un temor paralizante. Sendo xenuínos, medibles e verificables os motivos para o pesimismo, a verdadeira razón para o medo parece estar en que as engrenaxes da tecnoloxía e o pensamento están desacompasadas. Hai un século, no medio de dúas guerras mundiais que arrasaron Europa, a arte e o deseño lideraron —non sen bágoas nin tropezóns— o camiño cara á democracia e o cambio social, pero tamén cara a unha nova revolución tecnolóxica que impactou tanto á industria como á vida cotiá, con notables exemplos desde as vangardas ata a propia Bauhaus ou o Movemento Moderno. Cen anos despois recoñecemos e gozamos os innegables avances na ciencia do noso tempo, á vez que se produce un preocupante reverso paradoxal: o rumbo da conversa pública tende ao catastrofismo, coma se a civilización alcanzase o seu cume e só nos quedara por diante un irremediable descenso cara ao colapso. De feito, o medo ao futuro é o relato que obtén hoxe o altofalante máis potente, converténdose nunha profecía autocumplida. Un relato que nos insiste en que teñamos medo ao clima, a quedarnos sen recursos ou a volver sós a casa. Medo a todo aquilo que non sexa pasarnos o día cos ollos e os polgares pegados a unha pantalla, reforzando o noso ensimismamento e facendo máis profunda nosa incapacitante sensación de fracaso, mentres ignoramos que as corporacións que mercadean coa nosa atención e os medios que impulsan esta narrativa irresponsable e inmoral xogan no mesmo equipo.
Non temos unha crise de futuro, temos unha crise de imaxinación. A sobreinformación, o esgotamento da retromanía posmoderna, a sobreoferta de ferramentas tecnolóxicas, a compartimentación do saber e o pánico decrecentista están matando a creatividade, xerando unha contorna de aversión ao risco no que reina a comodidade do cinismo. Por iso é urxente atender a silenciosa demanda de novos relatos, novas esperanzas e novos rumbos. Porque, unha vez máis, o futuro será o que fagamos con el e a nosa xeración ten a responsabilidade de imaxinalo en positivo para aqueles que están por vir, trazando camiños e elaborando propostas innovadoras para un futuro razoable, sostible e sensible que xurdan desde a proximidade e o diálogo entre as diferentes formas robustas de coñecemento, coa arte e o deseño de novo nun papel central. O mundo necesita a máis idealistas sensatos, porque o revolucionario hoxe é o optimismo do posible.